15.12.19

Cristina García Rodero en La Laboral de Gijón. XVI Encuentros Fotografías 2019

 

 Cuando te acercas a una de las personas más importantes que admiras por el conocimiento de su obra, sientes que te faltan las palabras para expresar lo que querrías decirle. Su mundo es tan amplio, tan variada la cantidad de personas que conoce, que te sientes incapaz de acercarte a ella y demostrarle tu admiración. Pero cuando la escuchas explicar el proceso de creación de sus proyectos, sus dudas, sus diálogos interiores para superar las múltiples dificultades a las que ha tenido que enfrentarse, con esa voz tan cándida y a la vez tan decidida, con ese aire de abuela que justifica una travesura, un pensamiento insólito, una determinación inevitable para alcanzar lo que se ha propuesto... Vas notando poco a poco que nos va captando la atención, nos va embaucando con su relato, cuentos enlazados uno tras otro sin solución de continuidad, sin dar tregua a una interrupción, como si sus palabras fueran ese carrete inacabable de la mejor de sus cámaras, donde cada fotograma recrea otra historia y otra más. Y en pocos minutos nos tiene a todas las personas que la escuchan fundidas en una misma onda. Desaparecen las timidices, las limitaciones y entramos en un mundo intemporal, en plena sintonía con lo que nos cuenta esta maravillosa mujer. Al final sólo queda dar gracias a la vida por la oportunidad de asistir a estos momentos mágicos. Gracias Cristina García Rodero, la pequeña mujer que encierra a una de las más grandes fotógrafas, y que tiene el don de encantar a sus audiencias

Evocaciones en "La Laboral" de Gijón


El autobús sale de la ciudad, atraviesa nuevas urbanizaciones que pronto cubrirán todos los prados y bosques que ahora están salpicados de vacas. 
El muchacho mira por la ventana anhelante. Tiene 12 años y ha dejado a su familia en un pueblecito del interior, con el corazón desconcertado. El maestro del pueblo ha convencido a sus padres para que el chico deje el destino de campesino porque es un chico muy despierto, muy curioso y puede ayudar a la familia con un sueldo más alto en una fábrica o en una empresa como secretario. El chico recuerda las últimas palabras del padre mientras le abrazaba: recuerda quién eres y aprovecha esta oportunidad de salir de esta vida. La madre contiene las lágrimas mientras le arregla la ropa, lo peina una y otra vez y le dice con voz entrecortada: abrígate bien, no te mojes los pies que luego ya sabes que te duele la garganta. Escribe, hijo, escribe. 
El autobús llega a una enorme explanada y el muchacho se ve rodeado de cientos de chavales desconocidos que miran sobrecogidos el enorme edificio que se levanta ante ellos, el más grande de España, dicen. Para el muchacho cualquier edificio será el más alto de España porque no conoce otro… La Laboral de Gijón.


Hace frío, el muchacho agarra las solapas de la chaqueta de los días de fiesta que su madre le ha arreglado alargando las mangas pero que ya le queda estrecha "hijo, creces muy rápido", recuerda las palabras de su madre. Aprieta la mano en la garganta y encoge los hombros para esconderse en la masa de esos muchachos tan perdidos como él. 
En medio del tropel de piernas al aire con pantalones cortos, se deja llevar hasta una enorme puerta, altísima, con una reja hasta arriba, en medio de una pared larga, con muchas ventanas. 


Sus ojos acostumbrados a techos bajos, habitaciones pequeñas donde se compartían las tareas, se sienten perdidos ante estas dimensiones: un techo acristalado por dónde se ven pasar rápidamente las nubes que amenazan lluvia. ¿No se romperá ese cristal cuando llueva o caiga el granizo, ese que él conoce bien en su pueblo que destroza las cosechas?, se pregunta el muchacho.



 Antes de resolver sus dudas oye unas voces de mando que van dando instrucciones para ordenarse en un gran patio central por filas y por altura. Preocupado por no llamar la atención, ha escuchado atentamente las órdenes y ha ido siguiendo al que tenía más cerca de él y que también le miraba desconcertado con sus ojos grandes y sus orejas rojas por el frío. Hasta que no estaban todos en orden y en filas no ha sido consciente del espacio en que se encontraba: un enorme cuadrado rodeado de pórticos anchos en los tres lados y un enorme círculo con una torre muuuy alta que sería la iglesia. 
El tamaño de las columnas, de la torre, de los pasillos era taaan grande que la congoja que invadía su pecho no aguantó más y sus ojos se llenaron de lágrimas. 

 
El recuerdo de su casa, su madre y sus hermanos le atenazaba y no podía contenerse. De pronto esas nubes oscuras que amenazaban el horizonte se apiadaron del muchacho y una lluvia fina empezó a caer confundiéndose con sus lágrimas. 
La precipitada lluvia obligó a deshacer las filas y todos los chavales se refugiaron corriendo en los soportales y un griterío unánime transformó los llantos en gritos y risas mientras chapoteaban en los charcos



Mientras esperaban que dejara de llover se quedó al lado del chico de ojos grandes y orejas rojas de frío. Su aire de desamparo, tan parecido al suyo, fue suficiente para unirlos y convertirlos en amigos. Las preguntas que cada uno se hacía, cómo serían las clases, qué tendrían que estudiar, dónde dormirían… Aparecían en sus bocas en un afán de calmar sus angustias infantiles y aventuraban respuestas insólitas. Mirando desde los soportales la ancha plaza vacía parecía más hostil, más misteriosa a medida que pasaba el tiempo y las nubes no dejaban de soltar agua.


Poco a poco las órdenes de los sacerdotes que administraba aquel ejército de chavales desconcertados fueron llegando a todos. El muchacho no sabían porqué pero terminó en una fila, junto con el compañero de los ojos grandes, que seguía a uno de esos sacerdotes vestidos de negro. Subieron en silencio una escalera de piedra que iba dando la vuelta hasta el primer piso. Allí, puertas iguales de un largo pasillo conducían a una gran sala llena de camas alineadas en las paredes laterales. Entre cama y cama unos armarios con puertas cerradas y unas estanterías. Encima de cada cama había un montón de prendas que sería el uniforme de todos los escolares durante el tiempo que pasarían allí. 

El muchacho nunca había tenido tanta ropa, un mono para trabajar en los talleres, una camisa con jerséis para la clase; una chaqueta para los domingos y la misa, unas botas fuertes para los talleres y unos zapatos más ligeros para las fiestas. Además hay un cepillo de dientes que el muchacho no sabe cómo se usa, y un peine, además de una toalla. Tendrá que observar detenidamente qué se hace con el cepillo porque no se le ocurre preguntar al respecto y para no ser sorprendido por su torpeza. Se incluye una muda de ropa interior con sus calcetines nuevos. La mayoría de los chavales deshacen los montones de ropa y empiezan a probarse todo el equipamiento en medio de una excitación que les hace ir subiendo la voz hasta convertir la sala en una algarabía emocionada. 


La llegada del sacerdote tutor de la sala hace el silencio instantáneo. Rápidamente la ropa vuelve a estar ordenada y guardada en los armarios antes de bajar a cenar al enorme comedor. El muchacho vuelve a recordar a su madre y sus hermanos, sentados alrededor de la mesa de la cocina con el plato de sopa y el pedazo de pan de cada noche. La mesa corrida, con cubiertos y platos bien colocados se llenarán de una sopa caliente extraña para todos pero a la que pronto se acostumbrarán. Y luego un segundo plato con carne, pescado, verduras o huevos. Los ojos del muchacho de orejas rojas se agrandan aún más y la boca de asombro se torna en una risa nerviosa, como si no se lo creyera. En la cocina de su casa la sopa era más escasa; eran muchos hermanos y la situación se había complicado tras la muerte de su padre en uno de los derrumbes de la mina donde trabajaba. Todos los chavales que estaban allí tenían en común ser huérfanos. Prácticamente todos habían perdido a sus padres en las minas o en los alrededores y las familias habían quedado durante un tiempo bajo la protección de la empresa minera, pero luego, si los hijos eran pequeños y no podían trabajar en la mina, la situación se complicaba y los gastos aumentaban. Por eso la creación de este orfanato para los niños más necesitados y más listos fue un alivio para esas familias al ver cómo uno de esos hijos sería educado y aprendería un trabajo que serviría para ayudar a la familia. 


Después de la cena atravesaron nuevamente la plaza para ir a los dormitorios. Había dejado de llover, la tenue luz alargaba las sombras y cada uno caminaba cabizbajo, quizás recordando a su familia, con el corazón encogido mientras las nubes pasaban veloces. La silueta oscura de la iglesia y la altura de la torre parecía un puño amenazante a punto de cernirse sobre ellos. El muchacho de ojos grandes se agarró a él y le empujó para atravesar rápidamente la plaza y correr al dormitorio para sumergirse bajo las mantas mientras echaba de menos a su madre…