22.1.21

Vacunación

 Un sudor extraño invadía mi cuerpo y las ganas de vomitar se reflejaban en las sienes sin decidirse bien qué rumbo tomar. Mi madre me cogía la mano y de vez en cuando me tocaba la frente con preocupación. Le habían dicho que no era grave, pasaría en dos o tres días, era fruto de la reacción a la vacuna. La nalga derecha presentaba una pústula muy fea que picaba mucho, pero a la que no podía tocar, y todo alrededor estaba enrojecido e inflamado. Tendría unos siete años y era el mes de mayo, por la fiesta de las Cruces. Lo recuerdo vívidamente porque la procesión de la cruz recorría las calles del barrio que habían engalanado sus portales con las mejores macetas de las vecinas y las niñas formaban grupos que cantaban las mayas con lazos de papel de seda de colores en la cabeza, bandas y fajines. Yo tuve que quedarme en casa por la fiebre y solo pude ver la procesión tras la reja de la gran ventana del piso bajo que daba a la calle. Recuerdo mi frente apoyada en los barrotes buscando el frescor del hierro, sentada sobre un cojín que puso mi madre para que me distrajera.
Dos o tres días antes habían llegado unas enfermeras a la escuela y quizás un médico, que se instalaron en la puerta de la dirección, sentados ante una mesa con un paquete de algodón, un bote de alcohol y, supongo, que algún recipiente donde introducía, un pequeño cuchillo. Doña María Rosa, la maestra, nos ordenó ponernos en fila delante de ese equipo porque iban a darnos algo para que nunca enfermáramos. Nuestras madres no nos habían dicho nada de ello e incluso dudo que ellas hubieran sido informadas. Estas cosas no se discutían entonces: lo decía la escuela… y ya está. A medida que avanzaba la cola fue entrándonos primero miedo a lo desconocido y luego pánico al ver a las niñas que ya habían terminado, salir llorando. Lo bueno es que fue tan rápido que no daba mucho tiempo a temer el dolor desconocido y luego… ya había pasado. Solo recuerdo que debía levantarme la falda y el pernil derecho de las bragas porque era ahí donde me harían una pequeña marca: primero el frío del algodón con alcohol, luego un corte con ese pequeño cuchillo y otra vez el algodón con alcohol.




21.1.21

Vacunación 1

 


Mientras tanto decía la enfermera “aquí no se te verá la marca cuando seas mayor”. No entendí bien a qué se refería, solo estaba preocupada por el picor que sentía en esa pequeña incisión.
Pasado el susto volvía la algarabía de las niñas comentando sus sensaciones cada una, ya ufanas por haber superado la prueba, camino de un recreo inesperado, mientras el grupo de otra clase ya estaba colocándose en fila y nos miraban tan desconcertadas como nosotras antes.
Al volver a casa y contar lo que había ocurrido mi madre comprobó que la nalga estaba enrojecida y se acercó a la escuela a decir lo que pasaba. Era normal, una pequeña reacción a la vacuna de la viruela, pasaría en dos o tres días. Si tenía un poco de fiebre, paños de agua fría y quedarme en casa hasta que pasara. No fueron dos o tres días, al menos a mí me parece que duró más de una semana, hasta que se formó una costra feísima y terminó secándose. Finalmente la postilla se cayó y quedó una cicatriz brillante del tamaño de una habichuela que fue creciendo a medida que también yo crecía, pero que permanecía oculta por las bragas.
Pasado el tiempo reconocí esa misma cicatriz en la parte trasera del hombro de otras chicas y al preguntar qué era, me decían: “la vacuna de la viruela, ¿tú no la tienes puesta?” Entonces, muy orgullosa decía “Claro que sí pero la mía no se ve y no afea el brazo”
Hoy, cuando el término vacuna invade todos los telediarios y las conversaciones cotidianas sobre las dificultades para vacunar a la población contra el virus de la Covid, paso el dedo por mi cicatriz de la viruela y me vuelve con total nitidez la experiencia de aquel episodio infantil. ¿Habría muchas víctimas por las precarias condiciones de su administración? Nunca lo sabríamos. Tendría que pasar mucho tiempo hasta comprender el valor de las vacunas y su efecto en la prevención de tantas enfermedades mortales, pero aquel dos o tres de mayo, el día de la Cruz, sentada en la ventana, agarrada a los barrotes de la reja y la frente buscando el frescor del hierro me viene a la memoria tan vívidamente, que siento el picor en la nalga derecha, donde aún se encuentra el testigo de ello, invisible a los demás para no estropear la piel de mi brazo.