18.12.21

Las primeras naranjas

 En mi infancia las naranjas llegaban al pueblo en pleno invierno envueltas en papel de seda, bien ordenadas en cajas de madera. Recuerdo que entonces mi madre las compraba por unidades o medias docenas. Cuando llegaba con ellas del mercado abríamos el papel con la misma fruición con la que se abre un exquisito bombón. Quien pelaba las naranjas en el postre siempre era mi padre. Cogía su navaja la pelaba dándole vueltas despacio, procurando que no se rompiera la cáscara que mi hermana o yo volvíamos a enrollar para aprisionar el hueco vacío ahora que había dejado en el centro. Luego, ante nuestra atenta mirada, mi padre iba quitándole esa cubierta blanca que él llamaba la camiseta, hasta que quedaba la naranja lista para ser expuesta en sus gajos jugosos. Mi hermana y yo comíamos por turno riguroso los trozos de camiseta que mi padre iba dejando en el plato. Luego buscaba el hueco de unión de los gajos y con una maestría extraordinaria abría esos pétalos, como una preciosa flor, sin mancharse las manos. A continuación nos daba la mitad a cada una y entonces empezaba el deleite íntimo, personal, de ir poco a poco saboreando cada una de esas cápsulas de zumo, a veces dulce y otras más ácido, esa acidez que te hacía entornar los ojos y apretar las mandíbulas. Hoy pelo la naranja de la misma manera que hacía mi padre y por un momento el perfume, el chisporroteo de su cáscara al quebrarse, me transportan a ese momento infantil de fríos inviernos a la tibia luz de la tarde.



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