En una mañana gris de cielos indecisos, insumisos a esa tormenta anunciada desde hace días; con los ecos aún cercanos y turbios del último debate electoral roto por la intolerancia, la incapacidad de hablar, el odio flotando en el ambiente... me llega el discurso de Irene Vallejo en Zaragoza con motivo del Premio de las Letras Aragonesas 2021. Antes de empezar sé que será emotivo, la lectura de su libro "El infinito en un junco", y sus últimos artículos en la prensa me lo auguran. Lo pongo de fondo mientras sigo con mis tareas domésticas. Pero a los dos minutos lo dejo todo y me quedo colgada de sus palabras, de su entonación, de la alegría que emana de su acento, de su sonrisa permanente, del embrujo de su mente capaz de mover la historia de personajes históricos revividos en sus actos, en sus miedos y sus triunfos, tan parecidos a cada una de las personas actuales. Y un borbotón de nombres van poblando ese espacio mestizo de la Aljafería zaragozana donde caben todos y por encima de todos sus maestros, y de entre todos María Moliner, la mujer que llevó a cabo la obra más extraordinaria en pro de la lengua con la elaboración de su diccionario, a solas, contra viento y marea. Es tan denso, tan rico en referencias, en conexiones, que invita a doble y triple escucha. Y el final: apelación a la juventud a perseguir sus sueños y a seguir a “Don Quijote nos enseñó que la justicia, la aventura, la bondad y la utopía hay que inventarlas primero para vivir en ellas”. Y al cuidado y respeto de nuestros mayores y un agradecimiento a los profesionales de la salud y la educación, la utopía que la sociedad soñó para todos. Me quedo en silencio y siento que los dragones, los miedos, las angustias, pierden fuerza ante el poder de sus palabras. Hay un trabajo personal que hacer para despejar los cielos, apartar las tormentas y acallar los odios para defender la utopía. Gracias Irene Vallejo
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