El día amaneció tan extraño que la ciudad andaba
desconcertada. Casi mediados de mayo, cuando ya otros años aprieta la caló, con
las avenidas iluminadas del malva
jubiloso de las jacarandas, translúcidas a veces por la intensa luz
cenital del mediodía.
Pero una borrasca retrasada deslizaba bandadas de nubes
entre blancas, grises y ocres empujadas por rachas de viento y lluvias
torrenciales.
En minutos el limpio azul del cielo se colaba entre los bordes
algodonosos de las nubes o los negros nubarrones preñados de amenazas gracias a
la fuerza de un viento caprichoso que jugaba a destrozar paraguas.
La lluvia se
convirtió en una nieve malva que perfumó las calles y quedó depositada como una
alfombra sobre las aceras. La gente disminuyó el paso como dudando si pisarla,
pero el peso de la prisa de la vida cotidiana mezclado con la lluvia a raudales
convirtió en barro sucio las huellas de las pisadas.
Durante horas las márgenes
de las calles, de las aceras, guardaron el perfume luminoso, intacto, puro,
como una nieve malva no pisada.
2 comentarios:
"La lluvia malva"
Tu sensibilidad hacia esa preciosa flor me hace recordar que cada año desde que te conozco, tu mirada vuela hacia las jacarandas cuando florecen, adoras ver como la ciudad se viste con su color malva, es una forma de plenitud amorosa que presientes con su aroma.
Ojalá cultiváramos las jacarandas y aprendiéramos a venerarlas como los japoneses hacen con los cerezos.
Muchísimas gracias.
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