Me gusta deambular por las calles de los lugares que visito, y descubrir rincones, detalles, curiosidades que dan un toque particular a mi visita y quedan grabados junto al nombre de la ciudad para el recuerdo futuro
Este decorado en ¿relieve? Me llama la atención y me quedo mirando, una señora mayor de 80 años que pasa y también se queda mirando. Basta una frase mía “¡Qué bonito!” para que la mujer asienta y se quede a mi lado, aclarando que no es una casa sino una leñera y ello embellece más aún la pared. La mujer, pongamos que se llama Carmiña, encuentra en mis palabras una complicidad que la anima a hablar y así me cuenta que va al cementerio que está al lado a “ver” a su marido, fallecido hace 4 años en París, donde residían, y que fue trasladado al cementerio de esta ciudad donde habían vivido la mayor parte de su vida. Carmiña es natural de este pueblo y cuando se casó con su marido, que era de Ponferrada, lo convenció para quedarse aquí, a pesar de las pocas posibilidades de trabajo, porque ella no quería abandonar a su madre. La obligación del cuidado de la familia impuesta a las mujeres siempre en primer lugar. Pero la realidad se impuso y, cuando murió su madre, emprendieron el camino de la emigración y se asentaron en París. Allí vivieron, allá vive ella con sus hijos y sus nietos y allí murió su marido. Carmiña es el ejemplo de la migración gallega que se extiende por el mundo entero, pero sigue aferrada a sus raíces, con ese toque de saudade que impregna sus vidas, divididas entre el pasado soñado y el presente vivido. Carmiña conserva la casa familiar y cada año, a pesar de su edad, se viene un mes de verano, aunque sea sola a su tierra. Ya no le queda nadie conocido salvo la tumba de su marido a la que acude periódicamente buscando consuelo.
Cuenta Carmiña que vive muy bien en París y acompañada de sus hijos y nietos, pero no puede desprenderse de la añoranza de su tierra, aunque también es consciente de la vida en los pueblos cada vez más envejecidos, sin una juventud que se marcha a las capitales, aunque dice ella que aquí hay mucho trabajo pero “no hay ganas de trabajar”, “no encuentras un albañil que te haga una pequeña obra en casa, ni un electricista ni un fontanero” “La gente joven hoy encontraría trabajo y casas aquí, pero no quieren trabajar” Se pierde en la evocación de las dificultades de sus años jóvenes y sus palabras suenan a repetidas, quizás por efecto de la edad. Nos despedimos como viejas conocidas en apenas 10 minutos y enfila la calle, con su paso inseguro, camino del cementerio para hablar con su marido. Hoy tendrá una anécdota nueva que contarle y yo guardo en mi mochila otro momento mágico encontrado en una esquina. Me alejo con la convicción de que hablar sin prisa, sin ideas preconcebidas, aúna las almas y embellece el día
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